LA MUERTE EN VENECIA - THOMAS MANN

FRAGMENTO

Se trataba de un grupo de muchachos reunidos alrededor de una mesilla de paja, bajo la vigilancia de una maestra o señorita de compañía. Tres chicas de quince a diecisiete años, quizás, un muchacho de cabellos largos que parecía tener unos catorce. Aschenbach advirtió con asombro que el muchacho tenía una cabeza perfecta. Su rostro, pálido y preciosamente austero, encuadrado de cabello color de miel; su nariz, recta; su boca, fina, y una expresión de deliciosa serenidad divina, le recordaron los bustos griegos de la época más noble. Y siendo su forma de clásica perfección, había en él un encanto personal tan extraordinario, que el observador podía aceptar la imposibilidad de hallar nada más acabado. Lo que inmediatamente saltaba a la vista era el contraste entre el aspecto educacional a que obedecía el vestido y el trato que se daba a sus hermanas. El atavío de las tres hermanas, la mayor de las cuales era ya una mujercita formada, no podía ser más sencillo y casto, hasta el extremo de que casi las afeaba. Un traje claustral, uniforme de color gris, bastante largo, mal cortado a propósito, con un cuello blanco planchado como única nota clara, hacía que no fuera posible encontrar nada agradable en sus cuerpos. El cabello, liso y pegado a la cabeza, daba a los rostros una expresión monjil e insustancial.

Aquel atavío era sin duda la obra de una madre que no aplicaba al chico la severidad pedagógica que creía aplicable a las muchachas. e veía que la existencia del muchacho era presidida por la blandura y el trato delicado. Nadie se había atrevido a poner las tijeras en sus hermosos cabellos, que caían en rizos abundantes sobre la frente, sobre las orejas y sobre la espalda.
El traje de marinero inglés, cuyas mangas abombadas se ajustaban hacia abajo oprimiendo las finas muñecas de sus manos infantiles, prestaba, con sus cordones, botones y bordados, algo de rico y mimado a su delicada figura. Aschenbach lo veía de medio perfil, sentado, con las piernas extendidas y uno de los pies, con su zapato de charol, sobre el otro; tenía un codo apoyado en el brazo de su asiento de mimbre, la mejilla caída sobre la mano cerrada, en una actitud de elegante indolencia, sin asomo alguno de la rigidez a que parecían habituadas sus hermanas. ¿Estaría enfermo? La piel de su cara era blanca como el marfil sobre el dorado oscuro de los rizos que le servían de marco. ¿O era simplemente un hijo único, mimado, en quien un cariño excesivo y caprichoso había producido aquel enervamiento? Aschenbach se inclinaba a creer en lo último. Casi todas las naturalezas artísticas tienen esa innata tendencia malévola que aprueba las injusticias engendradoras de belleza y que rinde homenaje y acatamiento a esas preferencias aristocráticas.



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