FAMA

Por Isaac Lugo

Vaya que la fama ayuda, de no ser así seguramente las cosas hubieran llegado más lejos, no quiero ni pensar en lo que pudo haber terminado todo.

Resulta que después de cenar en compañía de Carlos Almeida, unos desconocidos tocaron a la puerta, pensé que sería Roberto disculpándose por no haber llegado a la hora acordada, pero aún a tiempo para la charla que, continuamente, prolongábamos la noche de los viernes.

Mariana tenía la tarde, la noche y el día entero libre, al parecer los individuos ignoraban qué yo vivía ahí, había estado fuera del país y era la primer semana que pasaba en casa, quizá estos dos chicos pensaron que se toparían con una mujer sola. Mujer que, por fortuna, no se encontraba.

Los recibí a la puerta, ligeramente sorprendidos uno de ellos colocó el cañón frío de su pistola en mi frente tibia y en reacción a esto, sudorosa. Carlos exigió, sin conseguir respuesta alguna, que aquellos rufianes bajaran el arma, que tomarán lo que quisieran, que no se diría nada del asunto ni se levantaría denuncia alguna pero que, simplemente, retiraran el arma de mi cara.

Al ver a Carlos, ya en el interior de la casa, llamó la atención de los asaltantes reconocerlo como uno de los modelos más exitosos de ropa interior de la marca Klino, los comerciales televisivos exponiendo al hombre fuerte, sensual pero masculino y sobre todo, el conquistador de las mil y un mujeres, tenía ganada la admiración y respeto de mis atacantes, de los hombres que pretendían desposeerme de las pertenecías de mi hogar y que comenzaron a lanzarle una serie de halagos - ¿es usted el de la tele verdad?, ¿oiga y cómo es tener tantas mujeres?, ¡vaya, a mi me hubiera gustado ser un hombre como usted! -

En principio me incomodó aquella payasada, me dije, bueno, estos cabrones no sólo no se conforman con hacerme sentir que mi vida puede irse al carajo en cuestión de segundos, que podría haber muerto en el momento en que el tipo con el arma sufriera un ataque de ansiedad o de nervios o en su defecto, surgiera algo que lo irritara o un pinche descuido y entonces ¡Bang!, Mis sesos regados en su cara, en la sala, en el piso, la ropa de Carlos salpicada de sangre, sinceramente, de muy mal gusto.

Me parecía que se burlaban de mí, de Carlos y su noble trabajo de lucir calzones, de toda aquella situación que, hubiera pensado, se ufanaban de su posición de poder, de abuso, pero conforme iban cayendo los halagos, fue bajando también la posición de la pistola y se concretaron a decir – ¡hombre, señor Carlos, pues disculpe la molestia!, ¿no nos da su autógrafo? –

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