***1º aparición en Expresso***
Los dedos me duelen de tanto disparar, de tanto dirigir el arma de aquí para allá. Mis pulgares están hinchados, pero sólo recuerdo el dolor en cada pausa, o cuando él viene y me toca o me pide tocarlo. A veces quisiera que él estuviera ahí enfrente y dispararle, vaciar mi metralleta, mi bazuca o mi arma láser. Es un viejo cerdo panzón y sudoroso.
Cuando regreso a casa mamá aún no llega del trabajo, siempre llega después de las diez y se va al amanecer. Caliento cualquier cosa para comer y sigo pensando en los bastardos que mataré mañana, en los que no pude matar hoy, en los nuevos territorios y mundos que no he explorado. Todas las noches sueño lo mismo: camino con mi visor nocturno en medio de una ciudad devastada por una guerra, llevo en mi mochila armas y municiones suficientes, tengo miedo porque sé que en cualquier momento aparecerán, son los mismos que mato todas las tardes de dos a diez, pero cuando el miedo está a punto de vencerme me convierto en el líder del comando especial, ese que el gordo me dijo era invencible, las balas no lo tocaban y sus armas nunca fallaban; con él venzo a todos, también a él que me toca… y yo disparo… y el sueño termina.
Todos saben de la casa de él, pero pocos saben lo que pasa cuando no llevas plata suficiente para pagar el play. La primera vez que me tocó sentí miedo, sentí asco, sus anchas manos de cortos dedos sudorosos, una bajo mi playera, otra bajo mis shorts. No dije nada ni ese ni ningún otro día, ni a mamá ni a nadie. Por tocarme y que lo toque me da horas gratis pero siempre debo pagar cinco pesos por una hora. El jueves mamá descubrió que había faltado a la escuela para poder ir a jugar a casa del gordo. Me dio una paliza y me dijo que no recibiría un sólo peso en un mes. Quise matarla, la odié tanto como a él, yo necesito seguir matando, seguir disparando a monstruos y a zombis, seguir salvando el mundo, salvándome a mi; ella no entiende nada.
Fui a hablar con él. No tenía otra salida. Le vendí todos los muebles de mi casa por una hora de play; la mesa y las dos sillas de madera, dos viejos sillones, una radio, la estufa y la nevera, nuestros colchones de resortes salidos. Me dijo que me regalaría tres horas todos los días y me prometió nuevos trucos para ser invencible.
Cuando mamá llegó a casa creyó que nos habían robado. Se puso a llorar como loca. Me sentí mal pero le dije enojado que eran sólo muebles, que ya luego compraríamos otros. Salí a la calle y me quedé fuera de la casa escuchándola llorar, escuchándola lamentarse, de su mala suerte, de su trabajo, de papá que nunca regresó, de los malditos ladrones, del mundo. Creí que le vendría bien un juego de play, pero no se lo dije.
Al día siguiente, él, como prometió, me enseñó trucos nuevos. Tuve vidas infinitas, me sentí tan poderoso que de nuevo no me acordé del dolor en las yemas de los dedos, cada vez más rojas, más callosas, más ardientes. Vino a sentarse junto a mí, metió su mano en mis pantalones y perdí. Me dijo que se sabía el mejor truco posible pero que sólo me lo enseñaría si iba con él a su cuarto. Si era verdad, yo tenía que saberlo.
Prendió el play de su cuarto. Apagó las luces y me hizo prometer que al ver el truco le tendría que pagar como él quisiera. Comenzó a disparar con esa habilidad famosa en el barrio, pasó de nivel en nivel con maestría, cogió mi mano y la puso en su miembro parado, yo la quité y no dijo nada. Después de otro rato de verlo jugar me enseñó el truco: era en verdad el mejor de todos.
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