ENTELEQUIA

Ejecutan un ritual y ven salir personalidades falsas
disfrazadas de su identidad. Dual infinidad

“1-800 Dual”. La ley


La conoció una noche en que buscaba volver realidad lo que él creyó sólo una fantasía. Recorrió las calles de su nueva ciudad, una ciudad donde nadie sabía de él, en la que creyó encontrar el anonimato necesario para saciar su deseo; un deseo que lo carcomía, que se había convertido en su sombra, que le quitaba el sueño y que nadie había podido borrar. Encontraba inverosímil que una fantasía, una pasión que no encontraba fuga, lo hiciera tan infeliz, que se sintiera tan vacío. Tal vez era porque en el fondo se negaba a llevarla a cabo, su cuerpo entero lo anhelaba, pero su mente lo reprimía; toda su educación, todas las normas y valores que le inculcaron le decían claramente que lo que buscaba era inconcebible.


Sus labios eran como los de cualquier mujer que hubiera besado. Eran carnosos y húmedos y con el sólo roce de sus labios en los suyos experimentó una de las más fuertes y excitantes erecciones que pudiera recordar. Separaron sus labios y él recorrió con la lengua su cuello, su oído. Su lengua era una serpiente en brasas, caliente y feroz, ávida por recorrer hasta el último recoveco de su cuerpo; si fuera posible, de su ser. Con manos torpes la despojo de la blusa, del sostén de encaje negro que sostenía aquel par de tetas firmes que él se apresuró a acariciar, a apretar, para luego apresar los pezones, primero con dedos suaves y tibios que dieron paso a sus labios, que comenzaron a chupar y mordisquear aquel seno sin néctar: su singular feminidad.


Mientras tanto ella le quitaba la camisa, y pasaba sus largas y delicadas manos a través de su pecho, por su torso completamente cubierto de vello, ella jugueteó con manos, labios y lengua en aquel espacio que la provocaba tanto. Le quitó el cinturón y lentamente; gozando del estremecimiento que sentía y veía en él, de hacer de esa espera algo agonizante pero lleno de placer, bajo el cierre del pantalón. Sin mayor preámbulo se deshizo de la ropa interior y acaricio aquel miembro en todo su esplendor; un miembro que era enteramente suyo en aquel momento y que aprovechó y disfrutó como si fuese la última vez que estuvieran juntos; lo besó, lo envolvió su boca experta, que lo devoraba y de la que él no podía ni quería escapar.


Esa noche fueron uno solo, como en tantas otras ocasiones a lo largo del último año. Se embriagaron de besos y caricias, de aquel elixir que emana del cuerpo cuando el placer nos hace convulsionar, eriza la piel y nubla la vista; cuando el mundo pierde su dimensión: sólo eres conciente del sublime goce de tu cuerpo, sólo vale ese instante en su efímera eternidad.


Después de cinco años de matrimonio, su esposa no calmaba ese apetito carnal, ese sueño que lo volvía loco. Ella, su esposa, sólo era un adorno, una acompañante para las cenas de oficina y las comidas familiares. Su cama se había convertido en un punto de reunión cualquiera, como la sala o el comedor. El sexo era un mero formalismo, que él cumplía porque era hombre y eso hacen los hombres.


Su esposa, sólo recibía migajas. Y ella, que lo seguía amando aguantaba su egoísmo, su indiferencia, las escasas demostraciones de afecto, su frialdad en la cama; todo por amor. Pensaba que esa era la forma en la que él la amaba, y que algún día lograría que la amara de la misma forma que ella a él. Su mayor deseo como mujer era un bebe, pero él siempre decía que no estaban listos, que él no se sentía preparado para una familia. Así que un día, ella se decidió, por primera vez en su vida, a tomar una decisión egoísta, hacer lo que le nacía y afrontar las consecuencias. Seis meses atrás se dejo de cuidar, y ahora sabía, horas antes de aquella llamada, que sus sueños de maternidad se realizaban.


El teléfono sonó alrededor de las siete p.m. ella contestó creyendo que al ser viernes él la llamaría para decir, como ya se estaba haciendo costumbre, que iría a tomar unos tragos a casa de su mejor amigo y que talvez no llegaría; pero al alzar la bocina la voz que salió de ahí no era la de su marido, era una voz femenina, una voz desconocida para ella, y que lenta y maliciosamente le dijo en susurro: tu marido pasará la noche conmigo, yo le daré lo que jamás podrás ofrecerle, el es mío, nos amamos y escucha bien, te va a dejar.


No supo ni siquiera como puso en su lugar la bocina del teléfono. No podía pensar claramente, mil y un cosas le venían a la mente como fuegos artificiales, ningún pensamiento estaba claro, sólo sabía que aquella llamada no era una broma. De repente fue conciente de que su marido, siempre frío, hacía meses que no sólo faltaba los viernes, que cualquier día tenía trabajo extra en la oficina, que tenía congresos y quien sabe cuantas cosas más por los que se ausentaba durante fines de semana enteros; hacía meses que ella era quien tenía que provocar y buscar el sexo con él. Fue entonces cuando el odio la cegó, tomó las llaves del auto y salió a buscarlo, sabía que salía a las ocho de la oficina. No sabía lo que iba a hacer, en su cabeza y sus vísceras sólo había cupo para el odio, el rencor, la frustración y un solo pensamiento: cómo pudiste hacerme esto a mí.


Espero paciente y destruida afuera del estacionamiento de la empresa en la que él trabajaba, en cuanto lo vio salir comenzó a seguirlo; cómo pudiste hacerme esto a mí, era lo único que se repetía, que le quería gritar, que ya desde ese momento le gritaba con el corazón hecho añicos. Él se detuvo frente a un edificio de departamentos; estaciono el coche en la acera de enfrente y bajo con un ramo de flores y una botella de vino, cruzó la calle y se metió en el edificio. A ella ya no le cabía la menor duda, la llamada era cierta, él iba a verse con aquella mujer. Un escalofrió recorrió su espina dorsal, el odio y la decepción eran más grandes que ella, algo que no podía controlar, que no sabía manejar, ni siquiera sentía las lagrimas que escurrían por sus mejillas.


Cuando él salió de aquel departamento sintió de nuevo esa culpa que le pesaba en los huesos, una culpa de la que no podía deshacerse. Lo volvía a invadir ese miedo que le provocaban sus actos, de los que nunca creyó ser capaz, que ni el mismo se podía explicar. Para él ya no había duda, cada célula de su cuerpo amaba aquella entelequia de mujer que dejaba atrás. Y él estaba seguro que ella sentía lo mismo, esa misma noche, le había propuesto que se mudara con ella, que dejara todo para estar juntos. Ese todo él sabía que era su esposa.


A mitad de la calle, decidido a regresar a su casa por sus cosas y dejar a su mujer, vio un par de luces que lo cegaron, oyó el chirrido de los neumáticos, luego ya no hubo nada.


Por Francisco A. Avila

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